Por Víctor L. Rodríguez.
Una política de educación no se
pacta, es una función del gobierno definirla dándole plena garantía y vigencia
a la libertad de pensamiento, a nuestros valores y nuestra identidad e
idiosincrasia como nación. La educación,
y menos la educación pública, no debe servir para imponer las ideas sobre la
sociedad de una clase o para que grupos configuren a través de imposiciones
ideológicas un modelo único de pensamiento de acuerdo con sus intereses y al
margen de la noción de cohesión social.
Se elige un gobierno para algo, y cuando me refiero al gobierno no hablo
sólo del Poder Ejecutivo, lo único que en este país se considera gobierno bajo
el argumento faraónico del presidencialismo.
Un gobierno no está para delegar
sus funciones, eso está escrito en la Constitución de la República. El mismo
hecho de la elección democrática de un gobierno le da legitimidad para actuar
en el campo de la determinación de las políticas económicas, eso también lo
hace responsable de los resultados de las mismas. El Congreso Nacional debe ser
un recinto de discusión donde se exprese cada sector de la sociedad a través de
sus representantes y donde se escuche hasta la sabiduría de los idiotas que
deben sobrellevar las consecuencias de sus decisiones.
Un pacto es siempre un mal
síntoma, significa que la democracia y las instituciones no funcionan, que los
diputados y los senadores no nos representan y que no pueden desempeñar sus
funciones y la representatividad que se le atribuye en el orden legal por su
elección. Todo porque de algún modo se reconoce que el sistema de elección es
tan defectuoso que se pueden omitir como representantes de los ciudadanos
dejando al margen los resultados de la democracia por su disfuncionalidad. Si
tal criterio tenemos debemos pensar en reparar el sistema, no por sustituirlo
con reuniones de grupos excluyentes.
Esto es relevante cuando se habla
de los impuestos y se dice que deben determinarse en reuniones de las elites
para que estas a través de un pacto entre ellas y el gobierno, al margen del
sistema democrático, determinen los impuestos que se deben establecer y quienes
los deben pagar. La historia habla de la vieja consigna: «No taxation without representation».
Por más predestinado que se crean algunos para sólo opinar ellos sobre lo que
nos debe interesar, es consustancial a la existencia de la democracia que los
impuestos se determinen en un régimen con la mayor representatividad posible y
la mayor participación.
Todas las propuestas de discutir
las políticas tributarias en los aposentos de las llamadas elites para desde
ahí determinarlas y que el gobierno las aplique ignoran que las formas de
definición de estas políticas es lo que verdaderamente determina la existencia
o no de una democracia y de la justicia. La historia está llena de ejemplo de
las consecuencias de no entender esto. Los tributos no han sido motivo para
hacer revoluciones, lo que regularmente lleva a ellas son las injusticias y en
nuestro sociedad hay muchas. Los impuestos siempre han sido una buena excusa
para justificar las revoluciones hechas por otras razones, porque en ningún
campo de la economía como este se aplican las nociones de equidad y de justicia
junto con las de neutralidad y eficiencia y el movimiento hacia unas u otras
suele ser pendular en la historia.
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